sábado, 26 de mayo de 2007

El Disfraz, recurso eficaz








“Al inventar un personaje hay que darle alguna característica que le diferencie de lo que hay en ese momento en el mercado […], que no tenga muchas características, para no encerrarlo, pero que tenga suficientes para hacerlo distinto de los demás”. Con estas palabras resume Francisco Ibáñez su idea de lo que debe ser un personaje de historieta (véase la mítica entrevista de la revista U). A lo largo de su carrera, hemos comprobado la puesta en práctica de esta teoría: la ceguera de Rompetechos, la glotonería de Otilio, la pasión desmedida por el movimiento de Tete Cohete, etc., han sido las características que han individualizado a sus personajes y que constituyen, en líneas generales, sus únicos rasgos de personalidad, dejando así mayor libertad para la creación de los gags. Si, como dice Ibáñez, un personaje ha de tener una única cualidad distintiva para no encorsetarse, podemos decir que el autor acertó de lleno con la creación de Mortadelo, pues su rasgo característico, el disfraz, consiste precisamente en eso: en no ser nada para poder ser cualquier cosa. Desde este punto de vista, se puede afirmar que el agente de la TIA constituye la mejor formulación práctica de la noción que tiene su autor de lo que debe ser un personaje de cómic.

Precisamente ese cajón de sastre que es la personalidad de Mortadelo le ha permitido no solamente transformarse en cualquier cosa, sino resistir al paso del tiempo, acomodándose a los vientos que soplan con una frescura envidiable. En sus primeros años, en aquellas historietas de “Agencia de información” de una sola paginita en la que el autor todavía no podía desarrollar su técnica del gag continuo, los disfraces fueron la oferta de Ibáñez para captar a un lector ávido de novedades en cada viñeta. Al disfrazarse, ese señor de negro (tan de negro como la España del momento) llamado Mortadelo, adoptaba las más diversas formas y dimensiones, jugaba, soñaba, se evadía. Esa evasión era truncada por la presencia de un jefe omnipotente que, palo de golf gigante en mano, lo devolvía a una dura realidad de luto perpetuo. Este choque entre realidades opuestas se ejemplificaba mediante el recurso del disfraz y del “objeto contundente” del jefe, recursos que no son sino dos ejemplos del magnífico uso que Ibáñez hace de las metáforas visuales, estudiadas en El mundo de Mortadelo y Filemón, de Migsoto.

Ya desde los primeros tiempos, se reflejaba otra de las funciones básicas del disfraz: la expresión de estados anímicos y psicológicos. Si el personaje se siente deprimido, aparecerá en forma de alfombra, oruga o gusano. Si se siente estúpido, se transformará en burro. Si se queja de la explotación a la que su jefe lo somete, aparecerá ante nuestros ojos con atuendo de esclavo, criada o soldado. Si está enamorado, puede vestirse de loco o flotar sobre una nube, cual César de la Roma imperial. Aunque después de casi medio siglo conviviendo con el camaleónico personaje todos estamos acostumbrados a sus transformaciones, resulta injusto restarle valor a lo que el disfraz tiene de abstracción e incluso de poesía.

Todos sabemos que cuando un excelso príncipe de las letras quiere expresar su tristeza en un poema, nunca dirá “Estoy triste” (si es realmente un buen escritor). El otoño, las ruinas o la tormenta expresarán de manera más artística su interioridad. Lo mismo sucede con Mortadelo: a través de la elocuencia del disfraz, de la imagen, Ibáñez nos transmite mucho más que lo podría expresar con el texto de los bocadillos o la simple expresión de la cara. Desde este punto de vista, el uso de la metáfora visual que suponen los disfraces de Mortadelo toma tintes vanguardistas que calificaríamos indudablemente de “geniales” si viéramos en la obra de un autor extranjero o en un cómic experimental.

Si bien es cierto que la metáfora visual no es un hallazgo exclusivo del autor (antes bien, es indisoluble a la esencia misma del cómic), Ibáñez la lleva a su mejor formulación. Como sucede con todos los recursos humorísticos que toca, nuestro autor aprovecha al máximo las posibilidades de su arte. Así, lo que en otras manos hubiera resultado pobre o insulso, llega al barroquismo en las suyas. De hecho, podemos decir que la originalidad de los disfraces de Mortadelo (ha llegado a disfrazarse hasta de “revés”), el esmero con que cuida los detalles de los mismos (fruto de la documentación) y la agilidad que aportan al desarrollo de la historieta, son algunos de los mayores alicientes que llegan a tener algunas de las últimas entregas de la serie (distanciada ya de la genialidad de otros tiempos). Lo mismo se podría decir de los objetos contundentes que usa Filemón para perseguir a su empleado (que dejarían boquiabiertos a los portadores del clásico garrote de la Escuela Bruguera). Objetos que son, al fin y al cabo, otra abstracción, otra metáfora visual que expresa la agresividad del personaje (¿o acaso lleva Filemón en el bolsillo una botella gigante de salfumán, una sierra con mira microscópica o una central eléctrica diminuta?).

Tanto los disfraces de Mortadelo como los llamados “objetos contundentes”de Filemón ejemplifican bien la aportación de Ibáñez a la Escuela Bruguera y, en definitiva, al cómic español: la adopción de convencionalismos y recursos ya existentes que, en sus manos, se amplían, perfeccionan y barroquizan hasta alcanzar las más altas cotas humorísticas. Tal vez poca gente se haya parado a pensar en estos aspectos, quizás porque los disfraces de Mortadelo no son hoy, por ejemplo, más extraños que el color azul de los Pitufos. Sin embargo, los recursos señalados nos hacen ver en Ibáñez a un autor conocedor de su profesión, de extraordinaria pericia en el ejercicio de la misma y plenamente consciente del partido que puede sacar de los recursos que ofrece el arte del cómic.

domingo, 20 de mayo de 2007

MORTADELO Y FILEMÓN: UN PACTO DE HUMOR



Para cualquiera de nosotros resulta difícil precisar cuándo se produjo el primer encuentro con un mito colectivo: los molinos de viento de Don Quijote, la silueta de Charlot y los colmillos de Drácula dan la sensación de “haber estado siempre ahí”. Lo mismo ocurre con Mortadelo y Filemón, auténticos iconos de la cultura de nuestro país (y de otros), leídos por, prácticamente, la totalidad de los españoles, aunque pocos puedan fijar el momento exacto en que entraron en su vida.

Yo no soy una excepción. Recuerdo las figuras de los sempiternos agentes de la T.I.A. desde antes de que supiera leer. Las buenas lenguas dicen que por aquella época solía inventarme los textos, todavía indescifrables, de las viñetas. Efectivamente, como buen mito colectivo, también Mortadelo y Filemón “habían estado ahí” desde siempre para mí. Tampoco podría recordar con precisión en qué momento dejé de “ver” a Mortadelo para empezar a “leer” sus historietas. Lo que sí puedo fijar es la adquisición del primer volumen de sus aventuras, que haría que mi ya por entonces creciente afición por la obra de Ibáñez se convirtiera en vehemente devoción.

El que suscribe tenía siete años y zascandileaba por la casa, en una tarde de invierno sin, aparentemente, nada reseñable. Todavía puedo ver la figura de mi padre sacando de entre los dobleces de una vieja gabardina el tomo número once de la colección “Super Humor”. Hasta el momento, yo únicamente había tenido contacto con las clásicas revistitas semanales y con los álbumes de “Olé”. Un “Super Humor” no era para mí otra cosa que un anuncio en la contraportada de dichas publicaciones, un objetivo interesante pero sin muchas perspectivas reales de conseguirse.

Pero ahora tenía en mis manos trescientas diez páginas exclusivas de Mortadelo y Filemón (no había “impurezas” de otros personajes, ni siquiera del propio Ibáñez”). Las historias que contenía el tomo eran (agárrense): ¡A la caza del cuadro!, En la Olimpiada, Los inventos del profesor Bacterio, El elixir de la vida y El antídoto. Todas ellas realizadas entre 1971 y 1973, con un Ibáñez en su mejor forma y todo un universo de posibilidades cómicas por explotar. Yo no entendía demasiado de fechas por aquellos tiempos, pero lo que empecé a sentir por ese volumen podría describirse como “fascinación”.



Recuerdo perfectamente que no llegué a leérmelo entero aquella tarde-noche, ni mucho menos. Pero también tengo la vaga sensación de haber permanecido horas hojeándolo, observándolo, deleitándome vislumbrando lo que el tomo que acariciaba me prometía. Estos momentos son los que hacen que los mitos colectivos pasen a convertirse en personales, adoptando la forma de los recuerdos más cálidos. Es entonces cuando determinadas imágenes quedan grabadas en la memoria y aparecen indisolublemente unidas a los recuerdos de infancia.

Así pues, penetré con Mortadelo y Filemón en domicilios privados con el único objeto de mirar detrás de un cuadro de estrambótico título, participé en las Olimpiadas de Gatolandia, probé mil y un inventos del profesor Bacterio, presencié atónito cómo los objetos inanimados cobraban vida y viajé hacia Bestiolandia en busca del Hierbajus Apestosus Repelentus. Literalmente me sumergí en las páginas del maestro Ibáñez, y una serie de escenas imborrables impactaron especialmente mi mente infantil: Mortadelo disfrazado de baldosa o volando a lomos de una aspiradora, el Monstruo de Frankestein cantando “Mi carro” (yo me inventaba el tono de la canción, pues por aquella época no conocía más Escobar que el de Zipi y Zape), Mortadelo disfrazado de niño llevando a un ingrávido Filemón cual si de un globo se tratara, etc. En definitiva, una enorme cantidad de de situaciones inolvidables que Ibáñez había creado para nosotros sin poner cortapisa alguna a su imaginación, ayudando, a su vez, a estimular la nuestra. Recuerdo haber aprendido muchas cosas con aquellas historietas. Entre ellas, quedan para mi acervo particular palabras como “aguacero”, “potingue” o “elixir”. También aclaré el concepto de “extranjero”, pues yo pensaba que era el gentilicio de un país en particular.

Pero aprendí algo más con estas aventuras, aprendí que Mortadelo y Filemón eran mis amigos y que lo serían siempre. Mis héroes de papel y yo firmamos un pacto de humor que ha permanecido inalterable hasta nuestros días. Han pasado ya muchos años. Este tomo, hoy un tanto remendado, está ahora acompañado de otros (unos mejores, otros peores) y fue únicamente el primero de una lista interminable. Dicho volumen se encuentra, digo, algo deteriorado en su aspecto, pero, al fin y al cabo, yo tampoco soy igual. Abandonada la infancia, las alegrías se van espaciando y adquieren, por desgracia, formas cada vez más superfluas, vanas y exigentes. Como cualquier hijo de… vecino, no siempre he podido escapar de los reveses del destino (muy generoso conmigo, todo hay que decirlo), pero Mortadelo y Filemón siempre han estado ahí.

Desde aquellas tempranas lecturas, comprendí que, a partir de ese momento, los batacazos no me los iba a dar yo solo. Mortadelo y Filemón siempre iban a acompañarme, llevándose el chichón más gordo. Dos espías que se expiaban a sí mismos para paliar mis malos momentos. He tenido la fortuna de crecer con estos dos clowns particulares que, en mi caso, no se resignaron a ser “personajes de la infancia” y me han perseguido insistentemente obligándome a partirme de risa incluso en aquellos momentos en que alguien te arroja un yunque a la cabeza. Aquí han estado de forma ininterrumpida y aquí siguen, ahora que los problemas son más trascendentes que cuando tenía siete años, porque saben que es cuando más falta hace ponerle un disfraz a la realidad.

Por ello, cuando necesito vitaminas de esas que no se venden en las farmacias, sigo acudiendo a mi pequeña parcela de Paraíso en forma de tebeo, allí donde el profesor Ibáñez me da a probar sus mil y una fórmulas imposibles. Entonces, guardo en un cajón a Cervantes, Tolstoi y Shakespeare y vuelvo sin remordimiento alguno a mis siete años para renovar un pacto de tinta, sentado en una butaca, al lado de Mortadelo y Filemón, muy cerquita de la felicidad…

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